Estoy cansado de huir y, además, es todo inútil. Sé bien que, dondequiera que vaya, no tendré escapatoria. No hay ninguna manera de evitar la criatura que dentro de poco me alcanzará. Inútil pedir ayuda. Nadie puede ver el monstruo que dentro de pocas horas me matará; nadie puede oír sus terroríficos gritos, excepto los desgraciados que, como yo, son destinados a ser sus víctimas. Estoy escapando desde hace un período de tiempo indefinido, corriendo sin meta en el frío nocturno, el aire cortante que me azota la cara a la luz de las farolas. Estoy jadeando y los músculos parecen quemar. Pero no puedo pararme, él se está acercando, percibo su aliento sobre mi cuello.
De todas partes yo mire, alrededor de mi, veo los signos de sus fechorías: un desamparado duerme envuelto en trapos sobre una cama de cartón, en un horrible callejón, o quizás es simplemente muerto congelado. Alguien ha pegado fuego a los contenedores a lo largo del borde de la calle, y parecen las llamas del infierno. El ruido de mis pasos desesperados atrona en el gélido silencio, cuando a distancia oigo un grito: alguien está sufriendo. Es por cierto obra suya. El monstruo no me da tregua, mi verdugo no se parará hasta que no me haya aniquilado. Destellos de locura surgen en mi mente trastornada, flases horribles de escenas de muerte y destrucción. Veo un cartel que quiere sensibilizar al problema del hambre en el mundo, un niño esquelético que implora algo de comer estrechando una escudilla sucia entre sus manos. Sofoco a duras penas un grito loco, un mixto de dolor y horror, tocado del pensamiento de cuantos seres humanos mueren cada instante explotados, hambrientos, sedientos y matados por el “maldito hierro”, las armas.
Estoy corriendo, casi me parece volar. El cuerpo no responde más a mis órdenes y siento como una mano que me aprieta en el interior, casi para estrangular mi alma …
Casi grito cuando veo de pasada a dos hombres encapuchados que molien a golpes un chico de color: querría intervenir pero no puedo pararme. Una voz en la cabeza me susurra que yo seré el próximo; huyo, pero el monstruo es tenaz, detrás de sí deja una estela de sangre y destrucción, desfigura la hermosura del mundo y mata a los inocentes. Nadie puede detenerlo. Me matará.
Doblo en un callejón obscuro y maloliente, donde algunas prostitutas están “entreteniendo” sus clientes, hombres regordetes y calvos, con los ojos pequeños y malvados y la sonrisa desdeñosa. Siento revulsión por la escena. Caigo. El dolor me invade, mientras que lágrimas amargas deslizan sobre mis mejillas; estoy perdido. Percibo su aliento, resolla; el latido de su corazón, martillea. Ha llegado y es la hora de pagar la cuenta. Mi mirada cae sobre un charco allí al lado, y lo veo reflejo. Es horrible, un ser despreciable, asesino sin pietad y caníbal. Jadea, sobresalta, parece casi asustado. ¿Está llorando? Me giro. ¿Dónde está? No hay nadie. Miro otra vez el reflejo en el agua sucia. El monstruo, mi asesino, soy yo.
Jacopo Grande,
del Instituto Francesco Faa’ di Bruno de Turín, Italia.