En clase los minutos que faltaban al toque del timbre ya no eran muchos y, cada vez que un segundo se iba de nuestra vida, nuestra agitación aumentaba entre preguntas, dudas e inseguridades. Al final llegamos a la libraría. El caos era dispersivo y las miradas de las personas seguían cruzándose para encontrar una respuesta. Pero, ¿él dónde está?
Prensa, periódicos, carteles, palabras, pensamientos. El calor de adentro aumentaba cada vez más las tensiones. De golpe decidió salir, y fue rodeado inmediatamente de una muralla insuperable de gente. Con mucho cuidado nos acercamos a aquella mesa con el mantel a cuadros y nos paramos para ver cómo era la situación.
Entre una fotografía y un autógrafo, vi por primera vez que las miradas de las personas que veo casi todos los días del otra parte de la cátedra tenían entonces ganas de aprender de otra persona. Sus rostros empezaron a enrojecer y sus voces eran flébiles. Aquellas expreciones le concedían la total sumisión.
Su mano, en cambio, era lenta y cansada. Su pluma estaba como fatigada y escribía con mano nada firme. De la libraría solo salían voces, ruidos y palabras que, como había mucha confusión, se mezclaban y entraban en frases equivocadas.
El único calmado en aquellos instantes era él con su pluma.
Después de algunos minutos empezó la entervista: preguntas en portugués, italiano, español… Queríamos inclinarnos como súbditos delante de sus palabras, y hacer de manera que sus frases nos liberasen de nuestras prisiones.
Después de poco, todo terminó. Cerró su pluma y, sin decir palabra alguna, se fue. Él se fue, se fue el gran premio nobel, José Saramago.
Maria Basso (3F)