Si bien Samsa se levantó un buen día siendo un escarabajo, yo me desperté un buen día siendo un marinero. La vida me había dado una buena somanta de palos. Bueno, es mentira, recibí el pack de fracasos habitual para el adolescente medio de clase baja. El beso rechazado, el seamos amigos, el suspenso en las pruebas de acceso a la universidad a la que aspiraba, ese tipo de fracasos. Pero será que soy de espíritu más bien débil, no lo sé. Completamente derrotado y víctima de la novela barata y de la imagen del artista idealista, no se me ocurrió nada mejor que coger un par de pantalones, algunas camisetas, una libreta, lápiz, pincel, algunas témperas y toda mi ingenuidad, y tomar el primer tren que me dejase en una ciudad lo suficientemente grande como para perderme en ella. Pero mi espíritu también era débil para aquello. El asfalto me resultaba demasiado duro y la vida en la urbe insoportable. Con el tiempo me di cuenta que no sabía ni qué rimaba con poesía ni qué malditos colores tenía que mezclar para que me saliese el verde. Y por si fuera poco no estuve a la altura del estereotipo de artista bohemio y tras los primeros tragos de absenta me encontré en mitad de mi boda en segundas nupcias con un mono del circo que, afortunadamente, era hembra. Así que, tras un rápido divorcio y una cena de despedida en el circo en el que aparentemente estuve trabajando durante dos meses de los que nada recuerdo, volví a mi pequeño pueblo costero cargando con otro fracaso.
Mi padre, un hombre que aunque comprensivo sabía cuando decir basta, me recibió con una jovial sonrisa y un golpe en la cabeza con algún objeto contundente que no llegué a ver antes de quedar inconsciente.
Y así fue como, cuando me desperté, con la misma sorpresa con la que Samsa se supo escarabajo, yo me supe marinero. Estaba en aquella maldita goleta que ahora descansa amarrada no muy lejos de aquí. Mi padre, un anacrónico de cuidado, aún poseía esa antigualla que ahora es mi castigo y mi sino. Un maldito escarabajo pelotero, sí señor, arrastrando esa maldita bola de mierda vieja que es mi goleta. Transportando cosas de aquí para allá, haciendo algún envío, pescando. Marinero de cuarta, un Sísifo que arrastra una gran bola de mierda por toda la mar.
Pero el escarabajo es un símbolo de Jesucristo y, gracias a Dios, encontré mi resurrección personal. Con el tiempo fui descubriendo sitios como éste, tabernas de marineros. Y me gustaría decir que la gente de tierra da asco adjudicando tantos clichés a la vida de mar, pero es que casi todos son ciertos. Y, más allá de las prostitutas y el ron, uno de los mayores placeres es el de contar historias. Al principio me acerqué tímidamente a los círculos de veteranos que narraban sus trepidantes aventuras. Me sentí patético por no tener nada relevante que aportar. Pero acabé dándome cuenta que no hacía falta, el mar tiene una asombrosa virtud de limpieza: las olas acaban dejando tu pasado blanco como una patena, te hundes en el anonimato. Y entonces hay barra libre para contar lo que se quiera contar. Poco a poco fui tomándole la revancha al destino, conseguí el beso, la chica, la carrera. Pero dicen que la vida en tierra se le queda pequeña a todo habitante del ancho mar. Pronto cambié el beso por el rescate apasionado de la cueva de los piratas; la chica por la tailandesa que todo lo sabía sobre las artes amatorias que se aplicaban con las manos, suspicacia y aceites aromáticos; la carrera por la lucha a muerte con los dos tiburones blancos que pensaron que podrían llevarse mi alma a las profundidades del mar. Y no quiero ponerme metafísico, que yo sólo soy marinero, pero ¿Qué diferencia exactamente la ristra de fracasos que cada día va perdiendo nitidez de las historias que a cada taberna que visito se vuelven más detalladas y precisas? Sí, cierto que sólo leo novelas y poco sé de filosofía, pero a ver que tienen que decir respecto a esto Plutón, Espinete, Doscartas o cómo quiera que se llamen. Yo sólo sé que arrastré bastante tiempo aquella bola de mierda y que ya me tocaba resucitar como el escarabajo Jesucristo que soy, dejar de ser el tonto del pueblo para renacer como el marinero intrépido. Poco a poco estoy menos seguro de haber estado alguna vez en tierra, de haber deseado aquel beso, de haber odiado aquel seamos amigos. Poco a poco las fronteras se difuminan, el mar lo limpia todo.
Julián Quijano Mariasis,
de la universidad de Publicidad y Relaciones públicas, Madrid (España)