El fútbol no es mi deporte favorito pero, de vez en cuando, envidio a los aficionados de un equipo. Tienen citas indefectibles para ver los partidos, comentan los resultados, se toman el pelo con lenguaje criptado. El fútbol crea complicidad, no sólo entre los aficionados del mismo equipo, sino entre todos sus “iniciados”. Es un medio para compartir emociones. Aunque no me guste de manera particular mirar a unos hombres coloridos que corren detrás de un balón en una pantalla verde, sería bonito participar en este mundo de acuerdos. Por eso me pongo nerviosa cuando en la tele se ve cuánta violencia hay a menudo en los estadios.
¿Es posible que un juego (porque eso es el fútbol después de todo, un juego) lleve a las personas a este punto? ¿Es posible que un mundo de complicidades y bromas pueda transformarse en un mundo de luchas violentas y puñetazo limpio? Es posible, quizás porque los hombres ya no saben qué significa “jugar”. Una de las primeras acciones de los niños se olvida en el mundo de los adultos. El orgullo, el egocentrismo, el predominio de cada parsona, dominan sobre el espíritu con el que se debería pensar en un “deporte de equipo”. Sin embargo, si para preservar al “juego de complicidad” fuese necesario, ojalá todos podamos volver a ser niños.
Federica Baradello (3F)